Por: Silvio Marinelli
La
primera vez que escuché la expresión “nueva normalidad” quedé perplejo. Estos
dos conceptos parecen pelearse entre sí, y su unión – “nueva normalidad” – parece
una paradoja.
El concepto de “normalidad”,
en efecto, me hace pensar en algo que se repite, que tiene una tradición
consolidada detrás, que da seguridad porque ya la hemos ensayado y está bajo
control: es normal levantarse, arreglarse, empezar la actividad laboral que se
repite según criterios y acciones similares a las que hemos vivido los días y
años anteriores; es “normal” encontrarse con las personas, etc.
El concepto de “novedad” pone
en discusión, altera y modifica la “normalidad”. Lo nuevo es siempre cambio en
la rutina, riesgo de modificar lo que ya sabemos hacer y cómo pensar.
Reflexionando mejor, me di cuenta de
que lo que nos toca vivir con la pandemia del COVID-19 es, efectivamente, una
novedad que debe convertirse en normalidad. Muchos aspectos de nuestra vida
han cambiado y todo nos hace pensar que muchos cambios se establecerán de
manera continuativa en nuestra existencia: una mayor atención a las medidas de
distanciamiento, el uso masivo de las redes sociales, una parte del trabajo que
migra a teletrabajo, nuevas formas de enseñanza y de aprendizaje, sólo por poner
algunos ejemplos.
La novedad nos ha desestabilizado,
desinstalado, no sólo desde el punto de vista espacial, reduciendo los lugares
accesibles, y temporal, obligándonos a invertir mejor el tiempo disponible
(para muchos ha aumentado significativamente), sino también en nuestras
convicciones, deseos y esperanzas. La pandemia nos confrontó y nos confronta
con la realidad; ha hecho derrumbarse mitos ilusorios y certezas falaces y nos
recuerda que todo en la vida es don. Hemos adquirido una mayor conciencia de la
provisionalidad de los proyectos; pudimos tener la oportunidad de liberarnos de
lo inútil; la pandemia nos educó a la paciencia, etc.
Ojalá hayamos llegado a ser más
responsables, más reflexivos, más humildes y más esenciales. Tal vez hemos
podido redescubrir el valor de la naturaleza y del silencio, un nuevo uso del
tiempo y del espacio, un tiempo dilatado y un espacio reducido, la importancia
de las relaciones.
Como afirma Papa
Francisco: «Hoy podemos reconocer que nos hemos alimentado con sueños de
esplendor y grandeza y hemos terminado comiendo distracción, encierro y soledad;
nos hemos empachado de conexiones y hemos perdido el sabor de la fraternidad.
Hemos buscado el resultado rápido y seguro, y nos vemos abrumados por la
impaciencia y la ansiedad. Presos de la virtualidad, hemos perdido el gusto y
el sabor de la realidad».
En la nueva realidad, hay muchas
ruinas que reparar: estrés y conflictos familiares, pobreza por la falta de
trabajo, fracaso de muchas actividad productivas, jóvenes y niños solos y
aislados, presencia difícil y reducida de la Iglesia, exceso de trabajo en los
hospitales (con nuestro agradecimiento a estos profesionistas entregados),
duelos no resueltos por prácticas funerarias rápidas y sin familiares; contagio
de miedo y ansiedad; soledad; ancianos con traumas psicológicos por apoyos no
recibidos, ausencias dolorosas, adioses no dichos, duelos no concluidos.
«Pasada la crisis
sanitaria, la peor reacción sería la de caer aún más en una fiebre
consumista y en nuevas formas de autopreservación egoísta. Ojalá que al
final ya no estén “los otros”, sino sólo un “nosotros”. ... Ojalá que tanto
dolor no sea inútil, que demos un salto hacia una forma nueva de vida y
descubramos definitivamente que nos necesitamos y nos debemos los unos a los
otros, para que la humanidad renazca con todos los rostros, todas las manos y
todas las voces…» (Papa Francisco, Todos hermanos).
La verdadera esperanza
es que la nueva normalidad no sea demasiado parecida a la forma de vida que
teníamos antes.
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