Pbro. Silvio Marinelli
Debo
confesarlo: la primera reacción frente a la palabra eutanasia es de tristeza. Pienso que se están
desperdiciando energías que se podrían utilizar para ofrecer una mejor
asistencia a nuestros hermanos que están sufriendo por una patología en fase
terminal o lidian con una enfermedad crónico-degenerativa. Ya hace algunos años
un experto en el tema afirmaba: “Existe
una inversión de prioridades. Apenas se habla de lo principal (los cuidados),
lo secundario ocupa los primeros lugares. Cuando se analiza la cuestión
jurídica -despenalizar o no estas prácticas-, la mayoría de los bioéticos y la
práctica totalidad de los medios de comunicación ni se preguntan por los cuidados que reciben las personas en el
final de sus vidas” (Francisco
Javier Elizari). En efecto, como sociedad
civil, debería primar la atención sobre los cuidados que reciben las personas:
qué tipo de asistencia, cuál acompañamiento, cómo se apoya a la familia, cómo
favorecer una muerte digna.
Los que propician la despenalización de la eutanasia,
es decir la oportunidad de no tratarla como un homicidio sin más, se amparan
detrás de la motivación de la presencia de “sufrimientos insoportables”. El
concepto y la experiencia del sufrimiento
– ni hablar del adjetivo “insoportable”
-, sin embargo, son fenómenos muy
“personales”, sujetos a una variedad de interpretaciones muy subjetivas: dolor físico fuerte (¿Cómo
medirlo?), pérdida del sentido de la vida, falta de apoyo familiar y de la medicina,
no querer ser una “carga”, una idea de autonomía sin restricciones, etc.
Escuchando a las personas de a pie, y también a
algunos que se dicen expertos en la materia, se percibe el uso de un lenguaje extremadamente complejo y, a
veces, confuso. La eutanasia se describe – o confunde – con un conjunto de
otras prácticas médicas como el empleo de analgésicos para aliviar el dolor y
la limitación del esfuerzo terapéutico (es preferible esta expresión que la no
muy halagadora “encarnizamiento terapéutico) y se matiza el concepto con
variedad de adjetivos: directa e indirecta, positiva y negativa, activa y
pasiva; se discute también entre cuidados ordinarios y extraordinarios,
proporcionados y desproporcionados; se añaden también otros conceptos: distanasia,
eutanasia y ortotanasia, futilidad, etc. El uso de términos diferentes revela –
al mismo tiempo que complica – un debate
muy encendido entre los favorables y contrarios a algunas prácticas
propuestas o rechazadas. Detrás
de algunas propuestas, además, se puede sospechar la presencia de motivaciones
ideológicas que poco tienen que hacer con un buen cuidado. Cultivamos el deseo
y auspicio que se haga claridad sobre los términos para que el debate pueda
realizarse con una premisa indispensable: que todos hablemos con un mismo
lenguaje y que los términos tengan el mismo significado para todos.
Desde el punto de vista
cultural se puede observar algo paradójico: se ensalza mucho el concepto
y la práctica de la autonomía, … hasta el punto de “pedir” la eutanasia. Es
paradójico porque la vida física es
la condición fundamental para el desarrollo de la libertad y la base sobre la
cual se fundamentan todos los valores y derechos del ser humano, también la
libertad personal. La eutanasia interrumpe de manera definitiva este proceso de
construcción de la persona humana y el progreso de la propia libertad.
Uno de los elementos en que podemos observar un
cierto acuerdo es el hecho que la eutanasia debe fundamentarse en una “petición” de la persona
involucrada. Se dejó al lado – ojalá también en la práctica – la hipótesis que
otros agentes (pensemos en los familiares y, peor, un poder público o los
profesionistas de la sanidad) puedan decidir a quién dar la eutanasia. Sin
embargo, este principio puede resultar equívoco o ser mal interpretado: ¿Cómo
valorar la petición? ¿Es suficiente la expresión de voluntades previas? ¿Cómo
impedir que la persona sea alentada o inducida a la petición? ¿Pediría la
eutanasia una persona que reciba una buena asistencia? Las situaciones
existenciales nunca son simples.
Desde el punto de vista asistencial y médico la
eutanasia puede ser percibida como una derrota,
porque afirma – entre renglones – que lo que se le está ofreciendo al enfermo
no es adecuado y suficiente para que pueda enfrentarse a su etapa terminal,
agonía y muerte con dignidad y entereza. Proyecta también la duda sobre la disponibilidad de eficaces
cuidados paliativos y una respuesta adecuada al dolor físico con una
medicina del dolor a la altura. Respecto a este problema se debe constatar cómo
en nuestro país – a pesar de una ley del 2009 sobre los cuidados paliativos y
otras reglamentaciones sucesivas – estamos muy lejos de poder ofrecer a todos
un cuidado digno y que responda a las necesidades básicas (terapia del dolor,
control de síntomas, nutrición, movilización e higiene, acompañamiento
psicológico y espiritual) y permita un “morir con dignidad”. Sin embargo, ésta
– estamos convencidos – es la dirección a seguir y no el atajo – falaz y falso
– de la eutanasia.
Frente a lo complejo del acompañamiento a
la muerte y la ambigüedad de la propuesta de eutanasia, se manifiesta la real dificultad cultural de asumir e integrar el hecho de la muerte.
Nos hace falta una educación para preparase al acontecimiento de la muerte y la
organización de buenos cuidados paliativos.
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