Por: Mtro. Arturo Salcedo Palacios
A continuación, mencionamos algunas etapas en el proceso de duelo:
Muchas veces, un síntoma que manifiesta la pérdida o
el duelo es el dolor físico o una enfermedad específica; es decir, somatizamos
nuestro estado de ánimo. Algunas de las sensaciones corporales más comunes son
náuseas, palpitaciones, opresión en la garganta, dolor en la nuca o en la
cabeza; nudo en el estómago, pérdida del apetito, insomnio o dormir de más;
fatiga, sensación de falta de aire, punzadas en el pecho, pérdida de fuerzas,
dolor de espalda o cuello, hipersensibilidad al ruido, visión borrosa...
Existe una relación estrecha entre la enfermedad y la
forma en que vivimos el duelo. A menos que alguien la ayude a superar sus problemas
emocionales, como un «cuidador» –un buen amigo, un familiar, un grupo de
apoyo–, probablemente continuará físicamente enferma. La medicina difícilmente
será la solución, cuando lo que duele es el alma. En este contexto de dolor
físico, los fármacos aparentemente hacen efecto por un tiempo, pero el síntoma regresa
y regresa. Biológicamente no hay diagnóstico, pero estamos enfermos: es una forma
de esconder la hostilidad, la culpa, el coraje y los resentimientos causados
por el duelo.
Es necesario revisar lo que nos sucede, canalizarlo y
recurrir a la persona apropiada o a un grupo de apoyo que nos ayude a
reencontrar el sentido de nuestra vida. La Sra. García debe ser ayudada a entender
el origen de sus males y, sobre todo, debe ser apoyada para trabajar sus sentimientos
de pérdida.
Podemos sentirnos muy asustados
Es posible sentir mucho miedo, debido a que no podemos
pensar en otra cosa que no sea la pérdida, y sentirnos atrapados en el miedo al
futuro: cómo continuar sin lo perdido. Esto nos resta efectividad en todo lo
que hacemos y, hasta cierto punto, nos paraliza. Nuestro trabajo lo resiente y
dejamos de ser productivos, incluso podemos preguntarnos sobre nuestra salud mental,
porque lo que estamos viviendo afecta nuestra capacidad de concentración; cuando
la gente nos pregunta algo, no lo registramos y normalmente la respuesta es: «¿qué
dijiste?»
Pasa por nuestra mente cantidad de pensamientos
desagradables que nos distrae de nuestra realidad, aunque debemos saber que la
dificultad de concentración y el estar nuestra mente fija en lo que perdimos
más que en el ‘aquí’ y ‘ahora’, es parte natural del proceso, sobre todo al
inicio del duelo, hasta que, poco a poco, vamos reasumiendo nuestras actividades
cotidianas, aceptando que lo perdido ya no está, que se fue para siempre; sobre
todo en el caso de la muerte de un ser querido o un divorcio.
En esta etapa, lo importante es darnos cuenta que los
miedos son parte de la crisis y no asustarnos gratuitamente de sentirnos como
nos sentimos; no debemos permitir que el miedo a lo desconocido se convierta en
pánico. No debe sorprendernos el hecho de estar viviendo algo que, quizás,
nunca habíamos experimentado, y que ello nos provoque desesperación interior.
Incluso sentir que nos volvemos locos es una de las trampas que el duelo hace
aparecer en nuestra mente.
Para avanzar en nuestro proceso, debemos estar muy
abiertos a las relaciones humanas: amigos, familia, «cuidador»; incluso a relaciones
nuevas y diferentes, como los grupos de terapia donde encontraremos personas
que están «en el mismo barco», viviendo la misma experiencia que nosotros. Aunque
la tentación sea encerrarnos y quedarnos solos, debemos hacer un esfuerzo por
movernos, avanzando en nuestro duelo; lo mismo debemos hacer con los malos pensamientos:
no aceptarlos pasivamente, sino intentar cambiarlos en nuevas ideas, más sanas
y positivas. No se vale quedarnos nada más revolcándonos en nuestra melancolía,
en nuestra tristeza y abatimiento.
Sentimiento de culpa
Al hablar del sentimiento de culpa, lo primero que
necesitamos hacer es aprender a distinguir entre la culpa normal y la culpa neurótica.
La primera es cuando hemos sido negligentes o hacemos algo que transgrede los
valores de nuestra sociedad, nuestra familia o nuestra religión. La segunda es
cuando experimentamos una culpa desproporcionada o inventada.
Cuando sufrimos la muerte de un ser querido y sabemos
que en vida nos equivocamos con él o ella, que dejamos de hacer cosas que
estaban a nuestro alcance para mejorar nuestra relación, que nuestras actitudes
lastimaron a tal persona; que fuimos injustos, peleamos y ofendimos, es natural
sentir una culpa real y arrepentirse por lo sucedido. «Sé que he pecado de
pensamiento, palabra, obra u omisión» y trato de abrirme a la gracia de Dios,
mediante la oración y la Confesión, después de un genuino arrepentimiento y aceptando
su perdón, que me lleva a una honesta reconciliación.
Si, por el contrario, agrando el hecho y lo
distorsiono, y se convierte en algo inmanejable, ya hablamos de una culpa neurótica.
Por ejemplo:
La culpa neurótica nos engancha con una situación desproporcionada, fuera de lo real, y la convierte en algo que nadie nos puede perdonar, ni Dios. Necesitamos hablarlo con alguien que nos ayude a entender nuestros límites como seres humanos. Tal culpa no es más que un mecanismo de evasión que nos bloquea en nuestro proceso de duelo. Algo similar sucede con las blasfemias: al cegarnos por la ira del dolor, inventamos un Dios injusto, cruel, que no existe y, al reaccionar de nuestra pelea con Él, normalmente nos sentimos miserables, ruines, sin redención, lo que da lugar a una especia de autolinchamiento nada sano y con un costo emocional muy alto, que conlleva mucho sufrimiento inútil caracterizado por una angustia, una congoja, una aflicción y un dolor que nos enferman con los síntomas físicos ya referidos.
Ideas tomadas de Good Grief, de Granger Westberg.
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