sábado, 7 de noviembre de 2020

Acompañamiento en el duelo


Por: Mtro. Arturo Salcedo Palacios


A continuación, mencionamos algunas etapas en el proceso de duelo:

 Nos enfermamos físicamente

Muchas veces, un síntoma que manifiesta la pérdida o el duelo es el dolor físico o una enfermedad específica; es decir, somatizamos nuestro estado de ánimo. Algunas de las sensaciones corporales más comunes son náuseas, palpitaciones, opresión en la garganta, dolor en la nuca o en la cabeza; nudo en el estómago, pérdida del apetito, insomnio o dormir de más; fatiga, sensación de falta de aire, punzadas en el pecho, pérdida de fuerzas, dolor de espalda o cuello, hipersensibilidad al ruido, visión borrosa...

Existe una relación estrecha entre la enfermedad y la forma en que vivimos el duelo. A menos que alguien la ayude a superar sus problemas emocionales, como un «cuidador» –un buen amigo, un familiar, un grupo de apoyo–, probablemente continuará físicamente enferma. La medicina difícilmente será la solución, cuando lo que duele es el alma. En este contexto de dolor físico, los fármacos aparentemente hacen efecto por un tiempo, pero el síntoma regresa y regresa. Biológicamente no hay diagnóstico, pero estamos enfermos: es una forma de esconder la hostilidad, la culpa, el coraje y los resentimientos causados por el duelo.

Es necesario revisar lo que nos sucede, canalizarlo y recurrir a la persona apropiada o a un grupo de apoyo que nos ayude a reencontrar el sentido de nuestra vida. La Sra. García debe ser ayudada a entender el origen de sus males y, sobre todo, debe ser apoyada para trabajar sus sentimientos de pérdida.

 

Podemos sentirnos muy asustados

Es posible sentir mucho miedo, debido a que no podemos pensar en otra cosa que no sea la pérdida, y sentirnos atrapados en el miedo al futuro: cómo continuar sin lo perdido. Esto nos resta efectividad en todo lo que hacemos y, hasta cierto punto, nos paraliza. Nuestro trabajo lo resiente y dejamos de ser productivos, incluso podemos preguntarnos sobre nuestra salud mental, porque lo que estamos viviendo afecta nuestra capacidad de concentración; cuando la gente nos pregunta algo, no lo registramos y normalmente la respuesta es: «¿qué dijiste?»

 

Pasa por nuestra mente cantidad de pensamientos desagradables que nos distrae de nuestra realidad, aunque debemos saber que la dificultad de concentración y el estar nuestra mente fija en lo que perdimos más que en el ‘aquí’ y ‘ahora’, es parte natural del proceso, sobre todo al inicio del duelo, hasta que, poco a poco, vamos reasumiendo nuestras actividades cotidianas, aceptando que lo perdido ya no está, que se fue para siempre; sobre todo en el caso de la muerte de un ser querido o un divorcio.

 

En esta etapa, lo importante es darnos cuenta que los miedos son parte de la crisis y no asustarnos gratuitamente de sentirnos como nos sentimos; no debemos permitir que el miedo a lo desconocido se convierta en pánico. No debe sorprendernos el hecho de estar viviendo algo que, quizás, nunca habíamos experimentado, y que ello nos provoque desesperación interior. Incluso sentir que nos volvemos locos es una de las trampas que el duelo hace aparecer en nuestra mente.

 

Para avanzar en nuestro proceso, debemos estar muy abiertos a las relaciones humanas: amigos, familia, «cuidador»; incluso a relaciones nuevas y diferentes, como los grupos de terapia donde encontraremos personas que están «en el mismo barco», viviendo la misma experiencia que nosotros. Aunque la tentación sea encerrarnos y quedarnos solos, debemos hacer un esfuerzo por movernos, avanzando en nuestro duelo; lo mismo debemos hacer con los malos pensamientos: no aceptarlos pasivamente, sino intentar cambiarlos en nuevas ideas, más sanas y positivas. No se vale quedarnos nada más revolcándonos en nuestra melancolía, en nuestra tristeza y abatimiento.

 

Sentimiento de culpa

Al hablar del sentimiento de culpa, lo primero que necesitamos hacer es aprender a distinguir entre la culpa normal y la culpa neurótica. La primera es cuando hemos sido negligentes o hacemos algo que transgrede los valores de nuestra sociedad, nuestra familia o nuestra religión. La segunda es cuando experimentamos una culpa desproporcionada o inventada.

Cuando sufrimos la muerte de un ser querido y sabemos que en vida nos equivocamos con él o ella, que dejamos de hacer cosas que estaban a nuestro alcance para mejorar nuestra relación, que nuestras actitudes lastimaron a tal persona; que fuimos injustos, peleamos y ofendimos, es natural sentir una culpa real y arrepentirse por lo sucedido. «Sé que he pecado de pensamiento, palabra, obra u omisión» y trato de abrirme a la gracia de Dios, mediante la oración y la Confesión, después de un genuino arrepentimiento y aceptando su perdón, que me lleva a una honesta reconciliación.

Si, por el contrario, agrando el hecho y lo distorsiono, y se convierte en algo inmanejable, ya hablamos de una culpa neurótica. Por ejemplo:

La culpa neurótica nos engancha con una situación desproporcionada, fuera de lo real, y la convierte en algo que nadie nos puede perdonar, ni Dios. Necesitamos hablarlo con alguien que nos ayude a entender nuestros límites como seres humanos. Tal culpa no es más que un mecanismo de evasión que nos bloquea en nuestro proceso de duelo. Algo similar sucede con las blasfemias: al cegarnos por la ira del dolor, inventamos un Dios injusto, cruel, que no existe y, al reaccionar de nuestra pelea con Él, normalmente nos sentimos miserables, ruines, sin redención, lo que da lugar a una especia de autolinchamiento nada sano y con un costo emocional muy alto, que conlleva mucho sufrimiento inútil caracterizado por una angustia, una congoja, una aflicción y un dolor que nos enferman con los síntomas físicos ya referidos.

 



Ideas tomadas de Good Grief, de Granger Westberg.

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