martes, 25 de febrero de 2020

La desigualdad, la muerte y la cultura

Por: Omar Cervantes Olvera

La muerte es una realidad que no hace distinción de nadie; “es un hecho muy democrático”, sin embargo, no existe una muerte igual a otra. El contexto que rodea a cada muerte es lo que marca las diferencias y lo que pondrá sus acentos particulares a la vivencia del duelo de los sobrevivientes. La posibilidad de que los dolientes den sentido a su pérdida a veces tendrá que trascender lo irracional, lo cruento, la marginalidad de la situación en la que acontece la muerte, cuando no obedece a causas naturales.



La aceptación de una muerte injusta lleva implícita la aceptación de la realidad que la ha provocado y aun más: el perdón; muchas veces es un perdón dado a agentes desconocidos. Esto no significa conformidad; vemos en nuestro país como los dolientes llevan esta experiencia de dolor a desembocar en un activismo en favor de otros que, como ellos, han o están atravesando situaciones similares. Esta respuesta social pone sobre la mesa un conjunto de valores que sorprenden y socialmente nos mueven a tomar conciencia de este contexto, a solidarizarnos, y a otros grupos sociales a meter la cabeza en la tierra.



La muerte de un niño, de un joven, de un padre de familia, representan fenómenos que ponen al limite la capacidad de integración de este hecho, por indeseable, no previsible, por las expectativas rotas en el caso de los niños o jóvenes que mueren y la vulnerabilidad a la que se exponen los hijos, por ejemplo, ante la pérdida de un  padre de familia.



En el caso de una persona que muere como consecuencia natural de su ciclo vital, se mira como una conclusión previsible y no por eso no deja de ser doloroso. En el caso de las muertes infantiles, jóvenes etc.; se percibe como una intransigencia de Dios, del destino, de la maldad de otros; se les ha “arrebatado” la vida, lo cual marca el duelo y luto de madres y padres, atribuyendo a la muerte ser antinatural e injusta.



El contexto familiar y cultural, la forma en la que haya acontecido la muerte fundamentarán el que se pueda dar o no sentido a esta muerte; además el que se actúe de forma solidaria con la familia doliente que muchas veces es acompañada de forma solidaria, en otras ocasiones el factor vergonzante de la forma en que haya muerto algún miembro de una familia y el temor por el señalamiento social les obligará a vivir su duelo de forma aislada y hasta oprimida por el aparato del Estado; lo que sin duda instala un sentido vergonzante del duelo, en la indiferencia social.



Culturalmente entendemos que la muerte de un hijo es considerada como el evento más doloroso y estresante vital que se puede enfrentar; esto en la perspectiva de los padres. Igualmente, en nuestra cultura en general no tomamos en cuenta el dolor que un niño puede padecer ante la muerte de uno de sus padres, seguramente semejante o incluso más complejo por los cambios que este hecho implicaría en la vida de un niño, que desafortunadamente le vulneran y exponen a otros riesgos, de los cuales un adulto está exento. Podemos señalar algunos factores que complican este acontecimiento: la violencia, la culpa, la baja autoestima, los conflictos, la falta de espacios de desahogo y de acompañamiento, el desempleo, la pobreza y marginación, la migración etc.…



Con todo lo comentado previamente se ve la necesidad de tomar en cuenta más variables respecto al contexto interno y externo de la persona que vive en duelo, la práctica del acompañamiento corre siempre el peligro de reducir a la persona a un esquema y el acompañamiento a una técnica, lo cual nos revela incluso el que el terapeuta o acompañante no se escapa de introducir en su práctica de acompañamiento sus propios esquemas culturales, formativos e incluso sus mismas creencias de tipo religioso; estos aspectos sin la capacidad de objetivarse así mismo ocasionarán que el acompañante esté en realidad fracasando en su intento de ayudar a alguien, por que quizás sus esquemas lesionen la integridad afectiva, ideológica, ética o moral del acompañado.  



El autor Neimeyer en su libro: Aprender de la pérdida (2007) nos expresa una serie elementos prácticos para el acompañamiento, con una perspectiva multidisciplinaria, exponiendo la excesiva superficialidad y simplicidad de las teorías tradicionales sobre el duelo. Además, desarrolla una nueva teoría sobre el duelo como proceso de “reconstrucción de significados”. Considera el duelo como un proceso activo de transformación. Nos señala la necesidad de movilizar los recursos personales y sociales necesarios para lograr su curación. Sugiere la ritualización y la conservación del recuerdo de las personas y cosas que perdemos. Distingue el efecto de diferentes tipos de pérdidas, que van desde la muerte hasta las pérdidas laborales y relacionales. Si bien parece una propuesta bastante amplia, podemos quedarnos con la inquietud de continuar desarrollando y ampliando las estrategias de intervención y acompañamiento de forma que se pueda responder verdaderamente a las necesidades de la persona, y no de las teorías.



En este sentido y desde una perspectiva interdisciplinaria amplia, se puede verificar que los fenómenos de la pérdida, de la pena y del duelo están construidos por la relación simbólica, la subjetividad, las emociones enmarcadas por un modelo cultural en una época.  



La realidad de estas relaciones de tipo simbólico, cultural, van más allá de la muerte como un fenómeno propio de la naturaleza biológica. La muerte rompe, desestabiliza, este conjunto de relaciones abriendo la oportunidad de construir nuevo sistema de relaciones y, tal vez, una refundación del sistema de creencias de tipo social y religioso.



Lo que pensamos en realidad de la muerte más allá del folklore es una construcción que tiene que ver con las circunstancias de la época y con la forma concreta en la que se han formulado nuestras expectativas de la vida en manera individual. La aparición de diferentes estructuras religiosas contemporáneas de corte neopagano tiene que ver con la incapacidad de nuestros sistemas de creencias de dar respuesta a esa terrible pregunta sobre el sentido de la vida y el más allá, y también con la realidad de que el estilo de vida occidental no provee a un amplio margen de población de satisfactores que den un sentido mas fundamental a la experiencia de vivir cotidiano.



Se buscan respuestas; nuestra cultura se ha encargado de generar bienes y servicios que hacen de la vida algo sencillo, tenemos acceso a mucha información, mucho más que antes, y que en cualquier época, accesible casi de forma inmediata, tratamos de dominar nuestro, mundo desde un a pantalla; deseamos conseguir todo, al final, pudiera ser que, a pesar de haber vivido poseyendo y disfrutando de lo que se podía conseguir, se pueda tomar conciencia de que se ha vivido sin ningún sentido.

Estas ideas suenan trilladas, repetitivas, quizás dignas de un sermón y es verdad; sin embargo, eso no les quita el peso y actualidad. Por la prisa de tener lo que se desea sin limites, sin otro que nos frustre las aspiraciones que nos hemos generado desde la imagen cultural del mundo actual, vamos aceptando social y culturalmente la idea de hacer a un lado a esos que nos parecen indeseables y la ayuda que se puede prestar se ve como un gasto, como una pérdida, el tiempo no tiene espacios para alguien más.



El ser humano se construye junto con el otro, el sentido de la vida se va hilando desde el comienzo hasta el final en las relaciones que establecemos, en los otros están las respuestas.






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