Por: Yolanda Zamora
Una de las tradiciones
mexicanas más difundidas es la Muerte; así, con mayúsculas: La Muerte.
Y es
que la Muerte, para el mexicano, no reviste el drama y la solemnidad de otras culturas,
la europea, por ejemplo, para las que hablar de muerte es prohibitivo, como si
con ello se borrara la amenaza ineluctable del morir. En cambio, los mexicanos desde niños, jugamos
con la muerte, nos la comemos en “calaveritas de azúcar” decoradas, nos reímos
de ella llamándole La Pelona, La Flaca, La
Chirrifusca, La Siriquisiaca, La huesada, o La Catrina… entre otros
epítetos.
Con la muerte bromeamos y
hasta la hacemos bailar, “muerte rumbera”, convirtiéndola en marioneta y atándole
con hilos sus huesos blancos y fosforescentes, en las carpas de los circos y en
las ferias, en los parques… mientras los niños, lejos de asustarse, estallan en
carcajadas sentados en sus sillas de madera con patas de tijera.
Y es que, para el México prehispánico, en el
marco de la cultura Náhuatl, la muerte era expresada en mitos diversos, pero
siempre en forma creativa y trascendente, como los poemas que le cantan a lo
efímero de la vida. Recordemos al rey poeta Netzahualcóyotl (1402-1472),
Tlamatinime “Maestro en las cosas divinas y humanas”:
Yo
Netzahualcóyotl lo pregunto: / ¿Acaso de veras se vive con raíz en la tierra? /
Nada es para siempre en la tierra: / Sólo un poco aquí. / Aunque sea de jade se
quiebra, / Aunque sea de oro se rompe, / Aunque sea plumaje de quetzal se
desgarra. / No para siempre en la tierra: / Sólo un poco aquí.
Las crónicas dan testimonio de los lugares de los
muertos en el mundo Náhuatl: Tlalocan, Mictlán, Tlatilpac… a donde iban a morar
los fallecidos según hubiese sido su vida y, sobre todo, según fueran las
circunstancias de la muerte y de acuerdo con la edad del difunto. Y, así como para los griegos el inframundo
pertenece a su dueño y Señor, Hades, con su mujer Perséfone (a quien, dicho
sea, raptó sin decirle ¡agua va!), para los indígenas prehispánicos el lugar de
los Muertos era gobernado por Mictlantecutli y su señora esposa Mictecacihuatl.
Con la llegada de los
españoles, (la espada y la cruz), la evangelización y la resistencia a la
imposición de creencias y hábitos de vida por parte de los indígenas, se propició
un sincretismo que mezcló: rituales con ritos, salmodias con oraciones,
creencias mágicas con dogmas de fe, ídolos con santos, castigos y recompensas…
¿El resultado?
La preeminencia de una tradición mexicana de extraordinaria riqueza que perdura
hasta nuestros días, y que va de lo real de la muerte, a lo fantástico de los
mitos, y convoca todas las expresiones artísticas: la poesía, la música, la
gastronomía, la escultura, los cantos, la decoración, la pintura, el teatro, la
artesanía… Prácticamente todas las artes convergen para hacer de la muerte mexicana
una obra de creación colectiva y una manifestación de cultura popular de
múltiples colores y formas, hasta alcanzar, como decía, lo fantástico.
Es la muerte mexicana,
única y diferente, divertida y coqueta, provocadora y cínica… ¡es la muerte,
enseñoreada de vida!
La alegría en relación
con la muerte es, ciertamente, inexplicable para otras culturas. Más no para
los mexicanos. Alegría que permea hasta niveles carnavalescos:
Por
aquí pasó la muerte / con su aguja y su dedal / preguntando dónde vive / la
reina del carnaval…/
Por supuesto que cabe la pregunta: ¿De verdad los
mexicanos no le tenemos miedo a la muerte? O bien, por el contrario, existe ese
temor y es tan grande, que optamos por convertirlo en juego y “llevarnos bien
con la señora Muerte”.
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