Una visión integral del ser humano
conlleva un desarrollo de todas sus potencialidades. Lamentablemente, las
situaciones de pobreza y de falta de estímulos – especialmente en las
etapas tempranas del desarrollo – provocan que muy pocas personas puedan
explorar sus potencialidades artísticas y se queden en una especie de
subdesarrollo estético que les impide apreciar la belleza y ser artífices de
creaciones artísticas.
Esta
situación repercute en el bienestar general de la persona que se encuentra
expuesta, a menudo, a disfrutar de productos muy poco artísticos, que no nutren
el espíritu humano o que crean situaciones de rezago intelectivo, de espíritu gregario,
de fácil manipulación y determinan un panorama para nada sensible a lo
trascendente y lo bello. Esta reducción a lo biológico o psico-biológico nos
parece una mutilación que empobrece lo verdaderamente humano de las
personas y crea una cultura pobre, estereotipada, incapaz de proponer
metas espirituales desafiantes para la mayor parte de la población.
Un lema
muy común, y no suficientemente cuestionado, afirma que “es bello lo que
gusta”; parece algo obvio, incuestionable… En realidad lo bello no es
sólo lo que gusta, sino lo que permite un desarrollo integral, lo que
ayuda a salir de sí mismo, a apreciar lo bello que otros crean (sin quedarnos
en una postura narcisista de quien aprecia sólo lo que uno hace): lo bello
lleva a trascender, a crear lazos, a apreciar la creación y las creaciones
artísticas; lo bello crea vínculos, apela a los valores y no sólo a los gustos;
lo bello nos humaniza, es decir, nos eleva de un plano meramente
bio-psicológico de lo útil para la sobrevivencia para que saboreemos otras
dimensiones posibles de nuestra humanidad.
En un
capítulo dedicado a la música, un filósofo contemporáneo (Vito Mancuso)
se cuestiona y nos pregunta: “¿Por qué los seres humanos crean música? ¿Por qué
ha nacido el deseo de producir algo tan poco biológico y determinado por la
naturaleza, como la música?”. Su respuesta me parece convincente y estimulante:
“… demuestra que podemos llegar a ser libres de las necesidades biológicas y
sociales: el fenómeno musical es un signo tangible de nuestra posible
libertad. La música manifiesta nuestra libertad y nuestra capacidad de ‘crear’,
de actuar libremente”.
Ahondando en su reflexión, continúa: “La
música es un lenguaje, una forma de comunicación, y brota dentro de nosotros
porque somos lenguaje y comunicación. Hablamos con los demás y de esta manera salimos
de nuestra soledad generando lazos compuestos de palabras”: somos seres
llamados a la relación; nos volvemos conscientes de nuestra naturaleza limitada
y llamada a colaborar, a tejer relaciones: La música manifiesta, también, nuestra necesidad de hablar con nosotros
mismos y hacernos más conscientes de nuestra interioridad. “La música enlaza:
enlaza a la persona consigo misma o con el ritmo del mundo, y enlaza a los
seres humanos entre sí (pensemos en la fuerza agregativa de un himno nacional o
litúrgico)”.
Continúa este autor: “El origen de la
música es paralelo al del lenguaje, más bien, son el mismo fenómeno, producido
por la presión de la vida en su corazón y mente. Esta ‘presión’
de la vida genera ‘impresiones’, las cuales encuentran ‘expresiones’,
traduciéndolas en palabras o en sonidos”.
La música la crean los músicos, sin
embargo, muchos de ellos no se sienten ‘creadores’, sino que se perciben como ‘destinatarios’
de un mensaje que les llega desde afuera, desde lo trascendente; hablan, a
este respecto, de “chispa”, “inspiración”, revelación”, “origen diferente”,
“destello”. La misma palabra ‘música’ apunta a las Musas de la antigüedad. Toda
forma artística apunta, también, a lo alto, a una inspiración divina, a una
relación con lo trascendente.
Parece todo muy bonito; sin embargo, la
actualidad nos presenta un panorama desolador. Hoy en día estamos como
“sitiados” de una oferta constante de música que nos “persigue” en todos los
lugares (restaurantes, tiendas, fiestas de todo tipo, centros comerciales, teléfonos
que nos hacen esperar con música a menudo enfadosa). Si escuchamos radios
comerciales y publicidad, podemos ser víctimas de un sentimiento de desconsuelo
y desolación por la comercialización y la pérdida de calidad de la
música que se nos ofrece. En toda época hubo el problema de distinguir la buena
música que nutre duraderamente y en profundidad nuestra vida de
la que es sólo espectáculo, tal vez sólo ruido o, peor, basura.
Comparto las conclusiones del autor
citado porque me parecen muy bellas y motivadoras: “Hacer música no es algo que
corresponde sólo a los músicos; es una tarea de todos. Todos debemos ‘ser música’:
somos sonidos, pero debemos convertirnos en música. El sentido de
nuestro estar en el mundo es ‘afinar’ nuestros sonidos para producir una
melodía, es decir nuestra música interior, y después afinar nuestra melodía
con la melodía del mundo y de los demás seres humanos. Nuestra libertad debe
afinarse y ser entonada con la armonía del mundo para convertirse en una nota
de esta extraordinaria armonía. La música habita nuestra alma: debe ser la
banda sonora de nuestra vida. Y tener una u otra banda sonora cambia y
transforma nuestra relación con la vida. En fin, al término de toda nuestra
actividad, se trata – tal vez – sólo de ser música: de ser una vibración que
introduce calor, alegría y paz en el inmenso concierto del mundo”.
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