lunes, 27 de enero de 2020

Las emociones en el duelo




Lic. Omar Olvera Cervantes





Ante un acontecimiento que nos somete a un proceso de duelo, experimentamos una explosión emocional, que rompe la estabilidad de lo cotidiano; vivimos entre la sorpresa y la confusión, que nos produce el dolor y el desasosiego de la ausencia de nuestro ser querido.

Tenemos también el desconcierto que provoca la forma en la que se le ha perdido. Sobre todo ahora, ante el fenómeno de la violencia, tardamos mucho en asimilar el hecho de la nueva realidad; entonces, tenemos que echar mano de nuestros recursos personales, resilientes, del conjunto de valores que nos sostienen en nuestra identidad ética y moral, de nuestra espiritualidad y creencias religiosas. Ante lo incomprensible de este acontecimiento se abren las puertas de un sentido de esperanza y confianza en la idea de un más allá distinto y mejor a nuestra realidad terrena.

Muchas veces, escuchamos cómo las opiniones “expertas” descalifican y etiquetan a las personas que expresan su pesar emocional; o incluso nosotros mismos seguramente en algún momento hemos calificado como irracionales las emociones que viven las personas en duelo, principalmente al inicio del mismo y durante el tiempo que dura el proceso, en el que cada persona, pueda tramitar su duelo. Existirán de todas formas eventos familiares, fechas, lugares que guarden un significado especial respecto a la relación que éstos tienen con la persona o ser querido ausente y que generan o actualizan las emociones propias de la añoranza marcada por el duelo, al evocar los sucesos que se relacionan con la presencia de esa querida persona. Estas emociones no son irracionales, no son ni buenas ni malas; son una experiencia propia del duelo. Desafortunadamente, en el acompañamiento, muchos terapeutas se atreven a calificar moralmente esa experiencia, generando en la persona acompañada un tipo de culpa, por sentir lo que siente, por su desconsuelo…

También podemos ver la falta de empatía, la intransigencia al pretender saber más sobre la muerte que la persona que en ese momento la ha experimentado. Y es que esta pretensión también tiene que ver con la supuesta propia manera de resolver los conflictos, y se espera que el otro piense y actué o defina sus conflictos de la misma manera.

El hecho de que existan terapeutas que catalogan las emociones como positivas y negativas, racionales e irracionales, nos evidencia el proceso por el cual la pretensión de conocimiento anula la verdadera empatía. En estos casos, el acompañamiento no se da reconociendo al otro como un igual en una situación de dolor, se le minimiza o se le infantiliza. El duelo y la vida misma nos hacen experimentar emociones; las emociones son un recurso expresivo, son necesarias, facilitan el desahogo y cuando el duelo madura se transforman en emociones de esperanza y en consuelo.

En este proceso, es muy frecuente que las personas en situación de duelo prefieran evitar hablar, pensar, recordar al fallecido o la situación de la muerte (más cuando fue violenta o inesperada), como una forma de tratar de tener cierto control sobre su experiencia; esto implica un cierto desgaste emocional, cognitivo y físico, pues limita su capacidad de acción, esto provoca que se obstruya en realidad su capacidad de manejarse libre, ya que en este caso es el dolor es el que está determinando la apreciación de la propia vida. No se debe forzar ninguna reacción, no se debe presionar al doliente: acompañar significa respetar los tiempos del otro, su forma de percibir la vida y los acontecimientos que le hacen sufrir. Es una verdadera limitación intelectual asumir que el otro debe actuar o pensar o sentir como el que acompaña en su posición de terapeuta.

Algo que debe cuestionarnos de forma muy importante es que, si bien existe todavía en muchas personas la intención de donar su tiempo y de hacer el bien a otros, no existe la sensibilidad para empatizar y entender al otro en su contexto, de manera que tratamos de interpretar los sucesos de esa vida como análogos, similares a la propia vida.

No se trata de que la persona se conduzca de forma razonable según los parámetros del que acompaña, sino que, progresivamente - según el ritmo que la propia constitución psíquica, emocional, cultural, afectiva - la persona en duelo se apropie de ese acontecimiento que ha irrumpido en su vida. Este proceso va encaminado a la aceptación del hecho, al reconocimiento del conjunto de emociones que le han producido.

El acompañamiento trata de ayudar a que la persona pueda expresar sus emociones, una vez que las ha reconocido, que pueda sacarlas de la sombra donde éstas adquieren - desde el imaginario - dimensiones descomunales, limitando la libertad, las relaciones, generando fantasmas que no hacen más que atormentar el silencio.

Mientras en la cultura contemporánea, como hemos dicho en artículos anteriores, se busca negar y desechar todo lo que signifique dolor o sufrimiento, al ser una realidad connatural a la realidad humana, el dolor y el sufrimiento por cualquier causa son posibles e inevitablemente se presentarán. El hombre es capaz de generar vínculos de empatía y de afecto con los otros y con su entorno. En este sentido, cuando el hombre se haya constituido a sí mismo como un ente aislado, incapaz de reaccionar al otro con empatía y afecto, cuando su realidad deje de sorprenderle y sea como una terminal más de una red virtual, entonces quizás sea posible que haya aparecido un mero animal “inteligente”, pero incompleto. Este ser inteligente e incompleto no sería ya algo humano. Esto ya ha pasado: lo vimos con los nazis; la obediencia y el deber eran suficiente excusa para acabar con otros, sin remordimientos y sin empatía; lo vemos ahora con el racismo que no se ha superado; lo vemos con el clasismo y así hay muchas situaciones que nos deben confrontar respecto a nuestra inteligencia emocional.

Por otro lado, en la actualidad, tenemos todavía en muchos grupos sociales las consecuencias de una mala formación de la conciencia religiosa. Estos grupos asumen como necesario el sufrimiento para alcanzar su ideal de bondad o como un medio de purificación. No podemos imaginar la gran cantidad de dolor gratuito que se pudo haber ahorrado si se hubiera promovido una teología del consuelo, de la esperanza y del triunfo de Cristo sobre el mal y la muerte, y se hubiera predicado una verdadera teología de la salvación.

Este tipo de espiritualidades complican las situaciones de dolor, confunden aún más a la ya de por sí confundida persona, porque el mal se ve como un acto de venganza de Dios, como un cobro… o se instala un tipo de ateísmo ¿Por qué a mí, a nosotros?... ¿que hice para merecer esto? ¿Dios no me ha escuchado?... ¿Dios no existe, porque el mal es más evidente que el bien? Existe una gran contradicción en el hecho de que la religión se haya constituido en muchos casos, en épocas históricas bien definidas, gracias a este tipo de ideas en una fuente de sufrimiento, de violencia, cuando en esencia el sentido de su existencia tiene que ver con la práctica de la caridad y la misericordia, en ser fuente de perdón, esperanza y consuelo.

La espiritualidad bien fundamentada en la experiencia del amor y la misericordia favorece que se pueda descubrir un sentido a los acontecimientos dolorosos. En este sentido, las emociones desbordadas por el dolor de la pérdida tienen en la espiritualidad un recurso que, con el debido proceso y tiempo, podrán resignificar de forma creativa y trascendente el dolor y el sufrimiento. La mera razón podría tener respuestas lógicas y racionales, puede entender el conjunto de sucesos que desencadenan un acontecimiento mayor; en acontecimientos de gran impacto, en eventos traumáticos, las emociones van más allá de lo que la razón puede decir, se requiere de la espiritualidad, como un elemento integrador de la complejidad humana.



Cuando hablamos de emociones, del significado de los acontecimientos connaturales a la condición humana; hablamos de la subjetividad, de una construcción estrictamente individual, que, si bien al estar compartiendo la misma base temporal y cultural se pueden encontrar elementos compartidos, pero significados por esa misma subjetividad individual, lo que los hace en esencia diferentes.



Ante el comentario de un voluntario a su paciente: “no entiendo por qué no me entiendes lo que debes hacer…para sentirte mejor”; podríamos responder: “no entiendo por qué no entiendes que somos diferentes”… Esto es porque existe la tendencia a quitarle al otro la responsabilidad, a anular al que sufre. El otro siempre es una fuente de misericordia y misterio; respetemos el misterio y demos misericordia.


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