Lic. Omar Olvera Cervantes
Ante un
acontecimiento que nos somete a un proceso de duelo, experimentamos una
explosión emocional, que rompe la estabilidad de lo cotidiano; vivimos entre
la sorpresa y la confusión, que nos produce el dolor y el desasosiego de la
ausencia de nuestro ser querido.
Tenemos
también el desconcierto que provoca la forma en la que se le ha perdido.
Sobre todo ahora, ante el fenómeno de la violencia, tardamos mucho en asimilar
el hecho de la nueva realidad; entonces, tenemos que echar mano de nuestros
recursos personales, resilientes, del conjunto de valores que nos sostienen en
nuestra identidad ética y moral, de nuestra espiritualidad y creencias religiosas.
Ante lo incomprensible de este acontecimiento se abren las puertas de un
sentido de esperanza y confianza en la idea de un más allá distinto y mejor a
nuestra realidad terrena.
Muchas veces, escuchamos cómo las
opiniones “expertas” descalifican y etiquetan a las personas que expresan su
pesar emocional; o incluso nosotros mismos seguramente en algún momento
hemos calificado como irracionales las emociones que viven las personas en
duelo, principalmente al inicio del mismo y durante el tiempo que dura el
proceso, en el que cada persona, pueda tramitar su duelo. Existirán de todas formas
eventos familiares, fechas, lugares que guarden un significado especial
respecto a la relación que éstos tienen con la persona o ser querido ausente y que
generan o actualizan las emociones propias de la añoranza marcada por el duelo,
al evocar los sucesos que se relacionan con la presencia de esa querida
persona. Estas emociones no son irracionales, no son ni buenas ni malas; son
una experiencia propia del duelo. Desafortunadamente, en el acompañamiento,
muchos terapeutas se atreven a calificar moralmente esa experiencia, generando
en la persona acompañada un tipo de culpa, por sentir lo que siente, por su
desconsuelo…
También podemos ver la falta de
empatía, la intransigencia al pretender saber más sobre la muerte
que la persona que en ese momento la ha experimentado. Y es que esta pretensión
también tiene que ver con la supuesta propia manera de resolver los conflictos,
y se espera que el otro piense y actué o defina sus conflictos de la misma
manera.
El hecho de que
existan terapeutas que catalogan las emociones como positivas y negativas,
racionales e irracionales, nos evidencia el proceso por el cual la
pretensión de conocimiento anula la verdadera empatía. En estos casos, el acompañamiento
no se da reconociendo al otro como un igual en una situación de dolor, se le
minimiza o se le infantiliza. El duelo y la vida misma nos hacen experimentar
emociones; las emociones son un recurso expresivo, son necesarias, facilitan el
desahogo y cuando el duelo madura se transforman en emociones de esperanza y en
consuelo.
En este proceso,
es muy frecuente que las personas en situación de duelo prefieran evitar
hablar, pensar, recordar al fallecido o la situación de la muerte (más cuando
fue violenta o inesperada), como una forma de tratar de tener cierto control
sobre su experiencia; esto implica un cierto desgaste emocional, cognitivo y
físico, pues limita su capacidad de acción, esto provoca que se obstruya en
realidad su capacidad de manejarse libre, ya que en este caso es el dolor es el
que está determinando la apreciación de la propia vida. No se debe forzar
ninguna reacción, no se debe presionar al doliente: acompañar significa
respetar los tiempos del otro, su forma de percibir la vida y los
acontecimientos que le hacen sufrir. Es una verdadera limitación intelectual
asumir que el otro debe actuar o pensar o sentir como el que acompaña en su
posición de terapeuta.
Algo que debe
cuestionarnos de forma muy importante es que, si bien existe todavía en muchas
personas la intención de donar su tiempo y de hacer el bien a otros, no
existe la sensibilidad para empatizar y entender al otro en su contexto, de
manera que tratamos de interpretar los sucesos de esa vida como análogos,
similares a la propia vida.
No se trata de que
la persona se conduzca de forma razonable según los parámetros del que
acompaña, sino que, progresivamente - según el ritmo que la propia constitución
psíquica, emocional, cultural, afectiva - la persona en duelo se apropie de
ese acontecimiento que ha irrumpido en su vida. Este proceso va encaminado a la aceptación del
hecho, al reconocimiento del conjunto de emociones que le han producido.
El acompañamiento
trata de ayudar a que la persona pueda expresar sus emociones, una vez
que las ha reconocido, que pueda sacarlas de la sombra donde éstas adquieren - desde
el imaginario - dimensiones descomunales, limitando la libertad, las
relaciones, generando fantasmas que no hacen más que atormentar el silencio.
Mientras en la cultura contemporánea, como hemos
dicho en artículos anteriores, se busca negar y desechar todo lo que signifique
dolor o sufrimiento, al ser una realidad connatural a la realidad humana, el
dolor y el sufrimiento por cualquier causa son posibles e inevitablemente se
presentarán. El hombre es capaz de generar vínculos de empatía y de afecto con los otros y con su entorno. En este sentido, cuando el hombre se haya
constituido a sí mismo como un ente aislado, incapaz de reaccionar al otro con
empatía y afecto, cuando su realidad deje de sorprenderle y sea como una
terminal más de una red virtual, entonces quizás sea posible que haya aparecido
un mero animal “inteligente”, pero incompleto. Este ser inteligente e incompleto no sería ya algo humano. Esto ya ha pasado: lo
vimos con los nazis; la obediencia y el deber eran suficiente excusa para
acabar con otros, sin remordimientos y sin empatía; lo vemos ahora con el
racismo que no se ha superado; lo vemos con el clasismo y así hay muchas
situaciones que nos deben confrontar respecto a nuestra inteligencia emocional.
Por otro lado, en
la actualidad, tenemos todavía en muchos grupos sociales las consecuencias
de una mala formación de la conciencia religiosa. Estos grupos asumen
como necesario el sufrimiento para alcanzar su ideal de bondad o como un medio
de purificación. No podemos imaginar la gran cantidad de dolor gratuito que se
pudo haber ahorrado si se hubiera promovido una teología del consuelo, de la
esperanza y del triunfo de Cristo sobre el mal y la muerte, y se hubiera predicado
una verdadera teología de la salvación.
Este tipo de
espiritualidades complican las situaciones de dolor, confunden aún más a
la ya de por sí confundida persona, porque el mal se ve como un acto de
venganza de Dios, como un cobro… o se instala un tipo de ateísmo ¿Por qué a
mí, a nosotros?... ¿que hice para merecer esto? ¿Dios no me ha escuchado?...
¿Dios no existe, porque el mal es más evidente que el bien? Existe una gran
contradicción en el hecho de que la religión se haya constituido en muchos casos,
en épocas históricas bien definidas, gracias a este tipo de ideas en una
fuente de sufrimiento, de violencia, cuando en esencia el sentido de su
existencia tiene que ver con la práctica de la caridad y la misericordia, en
ser fuente de perdón, esperanza y consuelo.
La espiritualidad
bien fundamentada en la experiencia del amor y la misericordia favorece que se
pueda descubrir un sentido a los acontecimientos dolorosos. En este
sentido, las emociones desbordadas por el dolor de la pérdida tienen en la espiritualidad
un recurso que, con el debido proceso y tiempo, podrán resignificar de
forma creativa y trascendente el dolor y el sufrimiento. La mera razón podría
tener respuestas lógicas y racionales, puede entender el conjunto de sucesos
que desencadenan un acontecimiento mayor; en acontecimientos de gran impacto,
en eventos traumáticos, las emociones van más allá de lo que la razón puede
decir, se requiere de la espiritualidad, como un elemento integrador de la
complejidad humana.
Cuando
hablamos de emociones, del significado de los acontecimientos connaturales a la
condición humana; hablamos de la subjetividad, de una construcción estrictamente
individual, que, si bien al estar compartiendo la misma base temporal y
cultural se pueden encontrar elementos compartidos, pero significados por esa
misma subjetividad individual, lo que los hace en esencia diferentes.
Ante
el comentario de un voluntario a su paciente: “no entiendo por qué no me
entiendes lo que debes hacer…para sentirte mejor”; podríamos responder: “no
entiendo por qué no entiendes que somos diferentes”… Esto es porque existe la
tendencia a quitarle al otro la responsabilidad, a anular al que sufre. El otro
siempre es una fuente de misericordia y misterio; respetemos el misterio y
demos misericordia.
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