Por: Pbro. Silvio Marinelli,
Salud
y emociones, en una primera aproximación, tienen una relación muy estrecha:
la salud genera, por lo general, buenas “vibras”; las emociones, cuando son
gestionadas bien, favorecen un estado de salud. Veamos esta relación recíproca.
Ante
todo, la situación de salud física – el silencio del cuerpo, la definen
algunos autores – hace brotar emociones de bienestar, relax, serenidad y
la vasta constelación del gozo-alegría-felicidad. Eso es lo que sucede a
menudo, sin embargo, no es automático: algunas veces nos quedamos en un estado
de no aprecio del bienestar físico; lo damos por descontado: algo obvio que no
suscita ningún cuestionamiento y, claro, ninguna gratitud hacia la vida.
Por
otro lado, un buen manejo de las emociones provoca un bienestar físico
y, al revés, un mal manejo provoca no pocas patologías, que llamamos
psicosomáticas; es decir que tienen su manifestación física, pero cuyo origen
es de tipo psicológico. Pienso que todos hemos experimentado cómo un estado de
ánimo positivo nos ayuda a enfrentar mejor algunas enfermedades y también
nuestro cuerpo parece responder con prontitud y caminar hacia el alivio.
Estas
dinámicas han sido estudiadas profundamente en el último siglo, estimuladas
también por la perspectiva psicoanalítica que afirma que las patologías
físicas son manifestación – síntoma de un malestar de la personalidad que
se disfraza para pedir ayuda y lograr atención y cuidado.
Sin
embargo, esta perspectiva no explica todos los complejos fenómenos existentes
entre salud y emociones. Debemos tomar en cuenta también otras variables.
Ante
todo, la situación ambiental. La salud y las buenas vibras dependen, sin
duda, de un complejo de factores que están afuera de nosotros y sobre los
cuales no tenemos mucho poder o control: se piense, por ejemplo, a la presencia
de buenos recursos terapéuticos (buenos hospitales y centros de salud),
condiciones de trabajo saludables y con una remuneración digna, una vivienda
adecuada, la presencia de servicios funcionantes (escuelas, canchas para el
deporte, jardines, medios de transporte, seguridad en la calle, etc.).
Quiero,
también, subrayar la importancia de la dimensión espiritual: el cultivo
y la presencia en nuestra filosofía de vida de valores sólidos, de criterios
éticos que nos ayudan a tomar decisiones acertadas y coherentes con nuestra
visión frente a las encrucijadas de la vida, de creencias que nos
permiten construir un “significado” para nuestra existencia. Estos factores,
sin duda, ayudan a manejar las emociones y, al mismo tiempo, las situaciones de
salud-enfermedad.
Como podemos apreciar, entre
emociones y salud hay una relación más compleja de la que aparece a una
mirada superficial.
Eso
nos debe, también, poner alerta frente a soluciones o recetas que pecan de
ingenuidad. “Todo depende de nuestro estado de ánimo”, afirman algunos; es
el Think Pink”, es decir “piensa en color de rosa”. Otros, por otro
lado, nos orientan a tomar un fármaco señalado: perspectiva farmacológica o
química. Otros más nos repiten que “el sufrimiento es opcional” y depende de
nosotros cultivar el deseo – o anularlo – de tener emociones placenteras: lo
mejor – según esta perspectiva – sería no tener deseos y conformarnos con las
emociones que tenemos sin buscar otras más agradables.
Una
perspectiva humanista, que dé cuenta de lo complejo de la persona y
personalidad humana, y que no elimine la perspectiva espiritual y religiosa,
nos permite tener una mirada más completa e integral de la compleja relación existente
entre vida afectivo-emocional y estados de salud: lo corpóreo y lo emocional
son “dimensiones” de nuestra persona y se deben conjugar con la dimensión
espiritual-religiosa y con la dimensión social, es decir, con la
vasta red de relaciones y limitantes que encontramos a nivel social y cultural.
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