Por Dra. Patricia Medina Segura
Cuando en enero pasado tuvimos las primeras noticias
acerca de que en China estaban muriendo muchas personas por un virus nuevo que
aparentemente pasó de algún animal a los humanos, la gran mayoría de los
mexicanos seguimos con nuestras vidas normales, pensando que esa situación
estaba en el otro extremo del mundo a miles de kilómetros de distancia y en
condiciones muy diferentes a las que nosotros tenemos. Pasado el tiempo, ya con
una imagen más clara de la situación y viendo cómo la propagación se extendía a
pasos agigantados (ocasionada por los miles de viajeros de todos los países del
mundo), muchos de nosotros iniciamos con sentimientos de temor y ansiedad pues las noticias sobre lo sucedido
principalmente en Irán, España, Italia, Ecuador y Estados Unidos han sido impactantes ya que la mayoría de los sistemas de salud colapsaron, y hemos tenido un continuo
bombardeo de imágenes desgarradoras de personal sanitario agotado y rebasado
por la sobresaturación de pacientes en las unidades de cuidados intensivos, de miles
de muertos; algunos dentro de los hospitales (recibiendo la atención que
requerían por parte del personal sanitario); otros que murieron en sus casas acompañados
por familiares desesperados porque a pesar de los numerosos llamados a los
servicios de emergencia éstos nunca se presentaron o lo hicieron demasiado
tarde; los menos afortunados estuvieron solos en sus hogares sin el contacto
cercano de familiares y amigos durante semanas (desde que se instauró la
cuarentena en sus países), hasta que murieron. El denominador común de todos
los casos es que al final tampoco hay una despedida adecuada, esas despedidas
cargadas de ritos y simbolismos de acuerdo con costumbres y creencias religiosas
que resultan tan reconfortantes y sanadoras para los deudos. Si acaso se los
permiten, estará solamente la familia más allegada manteniendo una sana
distancia entre cada uno, carentes de abrazos o cualquier contacto físico, sin poder acercarse al féretro, que está cerrado para preservar la
seguridad de todos y dándoles muy poco
tiempo para que se despidan antes de retirarlo para ser incinerado o enterrado.
Las características
traumáticas de todas estas muertes y la falta o limitación del acompañamiento
social tradicional,
en el que por lo regular, las personas en duelo están apoyadas y sostenidas por
sus familiares, amigos y compañeros,
compartiendo las emociones, los recuerdos, los ritos religiosos (en el
catolicismo la velación, las ceremonias religiosas de despedida, el cortejo
fúnebre hacia el panteón…) o, en otros casos
los rituales familiares, en los
que los dolientes están contenidos emocionalmente por el cariño y la
comprensión que se percibe a través de las palabras, las acciones y los gestos
de todas las personas que los aprecian, aunados
al estrés provocado por el confinamiento en sus casas y la incertidumbre del
curso que tomará la vida, han desplazado a “tiempos mejores” las expresiones
que validan el dolor
y el sentimiento
de pérdida de los dolientes,
motivo por el cual hay un altísimo número de duelos inconclusos que puede convertirse
en un factor desencadenante de futuros duelos complicados.
Las cifras dadas por la OMS el viernes 10 de abril
eran de un millón de personas afectadas por la enfermedad y más de noventa mil
muertos en todo el mundo.
En México, oficialmente, desde hace más de un mes
tenemos casos de personas hospitalizadas y fallecimientos ocasionados
directamente por el covid-19, sin llegar
hasta ahora a los niveles que se han dado en los otros países referidos, sin
embargo también hay muchas personas en duelo por la muerte de sus seres
queridos: hace una semana las noticias nos mostraron a una familia que había
agredido a los médicos y enfermeros de un hospital en la ciudad de México,
desesperados porque no les permitían ver
a su familiar que acababa de fallecer por covid-19.
La cuarentena impuesta por las autoridades a partir
del 17 de marzo ha generado diferentes situaciones de pérdida; el libre
tránsito por las ciudades, el lugar de trabajo y/o el trabajo mismo, el ingreso
económico, los sitios de reunión y esparcimiento, la interacción con familiares
y amigos, muchos de los proyectos hechos con anticipación como bodas, bautizos,
viajes, cursos… los sueños y expectativas que teníamos para este inicio de año, la absurda confianza en que todo está bajo
control dentro de nuestra cotidianidad. De repente, nos sacaron violentamente
de nuestra zona de confort y ahora tenemos que enfrentarnos con una realidad
que nos afecta de forma integral, ya que engloba todas nuestras dimensiones
personales: física, psicológica, emocional, social y espiritual. Esta realidad
que para un gran número de personas es
muy poco satisfactoria y que está actuando como un disparador de todos aquellos
asuntos que por resultarnos dolorosos, hemos ido dejando inconclusos a lo largo de nuestra vida.
Cada persona tiene tras de sí una historia, que
según algunos autores, inicia desde el momento de la concepción (ya que
dependiendo del estado emocional de la madre, el feto estará en contacto por
medio de la sangre materna con los
neurotransmisores que ella está secretando y que tendrán que ver con
sensaciones placenteras o de estrés). Después del nacimiento y hasta los dos
años aproximadamente, dependerá del tipo de apego (seguro o inseguro y sus
variantes) que hayamos desarrollado con nuestra madre o las personas
responsables de nuestra crianza, la
forma en que nos relacionamos con nuestro entorno y cómo
construimos nuestras relaciones afectivas. Lise Bourbeau nos dice en su libro “Las cinco heridas que impiden ser uno
mismo” que son muchas las ocasiones
en que de niños nos sentimos rechazados, abandonados, traicionados, humillados
o tratados de manera injusta y que recurrimos a las máscaras para «ocultar», a nosotros
mismos o a los demás, lo que aún no hemos podido resolver.
Como vemos, es desde la
infancia que de manera inconsciente vamos desarrollando mecanismos de defensa
(primarios) y pautas de comportamiento que nos protejan del sufrimiento, que
ayuden a anestesiar estos sentimientos tan desagradables de rechazo, tristeza, ira,
culpa, miedo, abandono… y así vamos por
la vida, cargados de duelos no resueltos, inconclusos.
Debido a que en estos
momentos de cuarentena nuestra rutina se perdió, la mayoría nos encontramos
confinados en nuestras casas, que dependiendo del tamaño y las condiciones en que se encuentren, así como del número de
personas que estén en ella podrá ser confortable
o no; en algunos casos encerrados con
una familia disfuncional con relaciones
tóxicas o inexistentes, otros viviendo en una pesada y difícil soledad,
con una situación financiera mundial muy complicada, con noticias poco
alentadoras… que hacen que la frágil y aparente estabilidad que manejábamos a
través de la rutinaria vida a la que estábamos tan acostumbrados antes de toda
esta crisis se venga abajo, mostrándonos con crudeza todas las máscaras que
hemos ido poniéndonos para sobrellevar las situaciones desagradables de nuestro
pasado y a las que les “echamos tierra” encima para ocultarlas de nuestra
realidad.
Nancy O’ Connor (1990)
definió al duelo como los “cambios y reacciones físicas, emocionales,
intelectuales y cognitivas que ocurren durante el proceso de cicatrización de
una herida (psicológica) por la pérdida de algún ser querido, mismas que pueden
presentarse ante el conocimiento de la propia muerte u otras pérdidas
importantes en la vida.
El doctor Marcos Gómez
Sancho (2004) dice que “es un trabajo, un proceso simbólico y emocional,
normal, de lento y doloroso desprendimiento de un objeto o sujeto importante
para la persona, que supone un reordenamiento de algunos de los aspectos de
nuestro ser. Es la elaboración psíquica y comportamental en forma de
sufrimiento y aflicción, cuando el vínculo afectivo se rompe”.
Cuando no se ha llegado a
cerrar este proceso, situación siempre presente en los duelos inconclusos, en
algunas personas el sufrimiento y la aflicción se seguirán manifestando en sus
pensamientos, sentimientos y acciones al vivir aferradas a un pasado que no volverá, negando la realidad.
En otras, los mecanismos de defensa secundarios les podrán ayudar a convivir
con “esa” realidad sin llegar a tocar lo desagradable. En ambos casos tendremos una sustancial afectación
de su calidad de vida, pues como bien
sabemos, en un proceso que no evoluciona
hacia una sana resolución pueden aparecer diferentes enfermedades: físicas
mentales, sociales y espirituales, además de que no se está aprovechando la
enseñanza o el “para qué” tuve que vivir o pasar por esta situación.
Por esta razón es muy
importante elaborar y concluir o cerrar duelos; para sanar viejas heridas
perdonando y perdonándonos, incorporar los aprendizajes obtenidos
convirtiéndonos en mejores personas y poder disfrutar del momento presente en
toda su plenitud. La madurez emocional requiere de trabajo, de esfuerzo, de
voluntad y de ganas de mirar en tu interior. Porque no sólo es tener la cabeza
en orden, sino también el corazón, no es lo mismo sentir que una etapa de
nuestras vidas ha concluido, que sentir que ha concluido y además darse
cuenta de que eso nos ha hecho mejorar.
“Siempre es preciso saber cuándo se acaba una etapa de la vida. Si insistes en permanecer en ella más allá del tiempo necesario, pierdes la alegría y el sentido del resto. Cerrando círculos, o cerrando puertas, o cerrando capítulos, como quieras llamarlo. Lo importante es poder cerrarlos, y dejar ir momentos de la vida que se van clausurando”
Paulo
Coelho.
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