sábado, 18 de julio de 2020

¿Educarnos a morir?

 Por: Silvio Marinelli


Todos sabemos qué es la muerte. Tal vez podemos disentir respecto a cómo definirla: efectivamente no es fácil; podemos dar diferentes definiciones o aspectos, de tipo biológico, filosófico, teológico, psicológico o social. A lo largo de este trabajo, ofreceremos diferentes perspectivas y reflexiones.

Søren Kierkegaard la definió “maestra de seriedad en la vida”. Efectivamente, para entender la muerte es necesario entender, definir, estudiar la vida y comprometerse en ella. Algunos autores hablan, a este propósito, de una metodología “de la elipsis”[1], ubicando vida y muerte en esta figura geométrica en donde los dos términos se implican e imbrican mutuamente: podemos poner nuestro “foco” en uno de los dos términos, sin embargo, uno necesita del otro para comprenderse y encontrar una lógica.

La muerte no se opone a la vida, es parte de ella. Muerte y vida se condicionan de manera recíproca: la una no puede existir sin la otra. “Nuestra vida y nuestra muerte –nos dice el maestro zen Shunryu Suzuki- son la misma cosa”. “El morir es uno de los deberes de la vida”, afirma Séneca, quien nos exhorta cumplir con presteza y buen ánimo tan importante deber, ya que “la vida, si carece del valor para morir, se convierte en una auténtica esclavitud”: “no importa morir pronto o tarde; morir bien o mal es lo que importa”.

Nuestra vida tendrá sentido en la medida en que seamos capaces de descubrir el sentido de nuestra muerte. Únicamente podré llenar de significación y sustancia mi vivir si soy capaz de dar significado a mi propio fallecer y morir. Saint-Exupéry supo expresarlo con palabras acertadas: “Quien da un sentido a la vida, da un sentido a la muerte. ¡La muerte es tan dulce cuando está en el orden de las cosas!”. Se retoma un axioma latino antiguo: “Ars moriendi, ars viviendi”, es decir, “el arte de morir es el arte de vivir”.

Si hay un rasgo que define la mentalidad moderna, éste es el del rechazo o huida de la muerte. Hace décadas, las personas morían en su casa, rodeadas de su familia, incluidos los niños, amigos y vecinos. El acto de morir era, por tanto, un hecho asumido desde la infancia. Desde niño se presenciaba la muerte de los seres queridos, se conocía su existencia y también la forma en que cada uno se preparaba para morir, para afrontar la despedida, sin duda con sufrimiento. Hoy, las cosas han cambiado[1]. La mayoría de la población desea morir sin dolor, en casa y rodeado de su familia; en realidad la mayoría muere en un hospital. Ya no queremos velar los cadáveres en casa; queremos recibir a la familia y amigos en un lugar ajeno; por lo que las empresas funerarias ofertan todo tipo de servicios. También el luto es considerado hoy como una "costumbre obsoleta", arraigado sólo en el medio tradicional. Los funerales suelen ser breves y la cremación es cada vez más frecuente. La salud y la belleza constituyen una exigencia, casi un “derecho”. El hombre vive proyectado en el futuro, pero sólo en la dimensión placentera: el proyecto de vida rechaza y niega el sufrimiento (podemos interpretar de esta manera la petición de eutanasia). Se pide una “muerte digna”, interpretándose la dignidad como falta de sufrimiento. Nuestra civilización niega la muerte.


Desesperado, Triste, Deprimido, Pies



[1] BRUSCO A., Humanización de la asistencia al enfermo, Sal Terrae, Santander 1999. 



[1] GIANNONI P., Muerte y morir, En Diccionario de Pastoral de la Salud y Bioética, San Pablo, 2009, pp. 1149-1154.


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